El hombre tenía, por lo menos, cincuenta años. Aunque se notaba que
había llegado a esa edad con el suficiente cuidado como para no parecer
apabullado por la certeza ya cercana de la vejez. Estaba vestido de tal manera
que proyectaba sobriedad, pero sin perder el toque de elegancia informal: sacón
de paño azul, camisa blanca sin cuello de corbata y una bufanda de seda llevada
como quien no quiera la cosa. Junto a él, estaba la bella mujer: cabellera oscura,
lacia y coquetamente corta, los ojos inmensos y oscuros, el rostro delicado y terso.
Bajita, quebradiza, seductora. Un fino piersing
- casi como una gota lluvia color
plateado - brillaba en un costado de su fina nariz.
Ambos caminaban por la vereda central de la avenida Pardo, esa que
está flanqueada por árboles añosos y en cuyas veredas se han colocado bancas
vigiladas por faroles de luz ambarina y discreta, como para que los enamorados
puedan hablar de sus cosas. Todo mientras los automóviles transitan, de ida y vuelta, con uno que otro bocinazo altisonante.
Vistos así, tomados del brazo, con alguno que otro beso, casi como un
piquito de amor en el camino, nada habría de singular en ellos. Ella era de una
belleza oriental y él, un latino todavía con cierto encanto: ambos podrían ser
tan solo un par de enamorados impetuosos.
Es decir, nada habría de especial en ellos, salvo el detalle de los
años. La bella mujer no parecía tener más edad que la de una adolescente y él, como
mínimo, tenía la edad para ser un pariente mayor, digamos un tío maduro, aunque
bastante conservado. Tal vez por eso las
miradas de quienes se cruzaban con ellos eran, de vez en cuando, algo atrevidas y hasta burlonas. Algunos solo los miraban disimuladamente;
otros, en cambio, volvían el rostro
cuando ya los habían pasado y luego sonreían
mientras intercambiaban algunas frases con sus acompañantes, frases probablemente
socarronas. Incluso desde las veredas laterales les llegaba, de tanto en tanto,
una frase punzante o por lo menos un silbido impertinente.
Sin embargo, por lo visto, no estuvieron preparados para la aparición
de aquella mujer, de edad madura, que los detuvo en seco para recriminarlos con
la autoridad que al parecer le daba el rango de tía de la bella joven. Al
menos, eso se entendió del primer intercambio de gritos, por un lado, y de
voces conciliatorias, por el otro, que crepitaron en el primer round. Mengano
retiró la mano de los hombros de la bella; en tanto la bella miraba pálida y
sorprendida a la mujer que los había intervenido. < Esto se termina ahora >, repitió
varias veces la tía como para que no quede ninguna duda en nadie: < No podía
ser, no podía ser >. El hombre no atinaba a decir cosa alguna. Solo la bella
- que hablaba algo del amor - lograba entremeter
alguna frase en medio de la catarata de prohibiciones con la que los
sentenciaba la enojada tía.
Para ese momento, algunos curiosos ya habíamos perdido la cautela y
las buenas costumbres de no escuchar problemas ajenos y simplemente observábamos
el espectáculo con toda la frescura posible. Logramos entender que la bella
tenía padres vivos y parientes estratégicamente distribuidos por Miraflores.
Supimos que el hombre había conocido a la bella en algunas clases de teatro (o
sea que actorcito el tío, pensamos muchos, bohemio y pendejito, consumidor de
viagra y roba cunas). Entendimos que la bella tenía el DNI recién hacía algunos
días y que incluso el padre era algo más joven que aquel hombre que ahora
parecía abochornado. < Esto se acaba ahora o lo arreglamos en lo judicial >,
arengó finalmente la tía con un tono de amenaza contundente, con la seguridad
de quien se conoce de tú a tú con muchos poderosos. En ese momento, una lluvia
– menuda y mezquina, como siempre – comenzó a caer.
Cuando ya todo parecía dicho y la tía estiraba el brazo para coger la
delicada mano de la bella, en una escena a la que solo le faltaba un fondo de
película india, (porque eso sí, a la bella solo le faltaba un poco de
escenografía para enmarcar su hermosura oriental) algo iba a cambiar el rumbo
de esa historia. Repentinamente, la joven lanzó la noticia que nos paralizó a
todos, que ya éramos partícipes de aquel guión de telenovela. La noticia que no
solo dejó petrificada a la tía, sino que mejor aun, desacomodó casi hasta el
desmayo al hombre que hasta allí no había dicho esta boca es mía. Porque,
ciertamente, que alguien te avise, así, de repentino, que estaba embarazada y
que lo iba a tener y que nada ya los iba separar, te deja, como mínimo,
estupefacto.
Todos nos miramos con la misma sorpresa: anonadados. La tía bajó la
mano. La bella cogió el brazo del hombre y lo colocó sobre sus hombros. La
bufanda del enamorado ahora no lucía con la prestancia de antes, sino algo
confusa. Seguramente la historia iba a tener más capítulos en donde ya no
íbamos a estar.
Por ahora, la historia terminaba con la bella alejándose con su
veterano amor, la tía retirándose aturdida por el impacto, con nosotros regresando
a nuestros caminos con una sonrisa socarrona. Lo cierto es que cuando vimos a
la pareja regresar sobre sus pasos por la ya casi oscura alameda de la av.
Pardo, el hombre parecía casi un anciano de pasos cansados.