- Caray, Jefe, es que a veces uno anda tan preocupado con sus problemas.
Efectivamente, el desvencijado automóvil - de color marchito y modelo ya indefinido - se había pasado la luz roja. No había discusión en ello y, por eso, cuando Fulano oyó el sonido enérgico de un silbato que le indicaba alto desde algún lugar del jirón Camaná, este simplemente masculló una maldición, buscó al policía por el espejo retrovisor y se pegó a la derecha para detenerse: ya perdí.
Luego de respirar hondo y de buscar sus documentos, salió del automóvil, resignado a un encuentro inevitable.
Fulano no tenía más de cuarenta años y era de mediana estatura; su rostro trigueño estaba curtido por la resolana y por los vientos sucios de todos los días. Caminaba como caminan los que pasan demasiadas horas conduciendo un automóvil. Habrá que soltar un billete - pensó -; pero primero habrá que palabrear un poco - se recomendó -, para saber de cuánto era la jugada. Fulano se sintió muy experimentado en la materia y su semblante fue recuperando seguridad: total, eso era cosa de todos los días y no era la primera vez que arreglaba con alguna autoridad. La vida es así y punto. Fulano supuso - casi podía asegurarlo - que el asunto no iba a demorar. En una vuelta más por Lima, recuperaba el billete que ahora iba a perder.
Bajo la sombra raída de un antiguo edificio - con balcones y balaustrada carcomidos – un sudoroso policía lo esperaba abanicándose con la misma tablilla en la que tenía sujetos los formularios para papeletas. Aun cuando la tarde ya se acababa, el calor del verano todavía se apelmazaba en el ambiente vespertino. A pesar de su gesto fatigado, el guardia evidenciaba una actitud burlona, como la de alguien que sabe de memoria la próxima rutina. Unos cuantos árboles mustios vigilaban la calle. La luz del sol caía diagonalmente. La ciudad languidecía en el sopor de la tarde. A unos metros, en la esquina entre el jirón Quilca y Camaná, algunos parroquianos entraban y salían del Queirolo sin darle importancia ni a Fulano ni al Policía. Repentinamente, Mengano se sintió deprimido. Todo le pareció tan deteriorado. Se recuperó rápidamente. Respiró muy hondo y se dispuso a cruzar la calzada que lo separaba del policía.
A unos metros apenas, apoyado contra un poste de luz, un loquito miraba con atención la escena mientras metía trastes indescifrables en su costal. Era un loco común: sucio, estrafalario, lánguido, curtido por los vientos de la calle. Había en su rostro una sonrisa rígida, como esculpida a la fuerza.
- Jefe, buenas tardes - dijo Fulano, y el policía apenas si masculló un saludo y estiró la mano. Fulano se sintió confuso. Sabía que el asunto de la coima estaba cada día más simplificado, pero aún así, le pareció que el asunto era como demasiado directo.
- Documentos - aclaró inmediatamente la autoridad. Fulano entonces le alcanzó los documentos.
El policía colocó la tarjeta de propiedad y la licencia en la parte superior de su tablilla y habilitó rápidamente un formulario. Todo con gran destreza. Luego comenzó a escribir, pero, claro, con una lentitud inequívoca. De pronto, el loquito, sin perder la sonrisa, ni el mugroso costal, cruzó también la calzada con sospechosa dirección. Su paso era lento, pero definitivo.
- ¿Sabía usted que con tres papeletas sobrepasa su puntaje y se le retira la licencia?
Mengano comprendió que esa era la clave para el inicio de la negociación y que ahora le correspondía a él la siguiente parte del texto.
- Caray, Jefe, es que a veces uno anda tan preocupado con sus problemas.
El loquito se les fue acercando lentamente. Mengano lo vio llegar por su lado derecho. El hombrecillo tenía una barba compactada por una mugre de años y miraba con ojos de niño travieso. El policía también lo vio, pero no le dio importancia.
- Sabía usted que con tres papeletas se le retira la licencia - repitió el policía e inmediatamente se dio cuenta de que ya había paporreteado esa parte del libreto.
Fulano se volvió a desubicar y un presentimiento, de esos que lo ayudaban a sobrevivir en las calles de la ciudad, le confirmó que algo iba a suceder en esa tarde calurosa de febrero. El loquito, como si ya fuera parte de ellos, los auscultó curiosamente; se fijó en los documentos sujetos en la tablilla; volvió a mirar a los negociadores y algo debió entender, una luz tuvo que haber iluminado su solitario mundo porque fue abriendo la boca como buscando un gesto adecuado y, con la actitud de quien algo ha descubierto, los señaló con el dedo índice.
Fulano y el policía palidecieron. Ambos habían comprendido que eso podía terminar en un gran espectáculo y en la prueba innegable de aquello que - aunque todos sabían que se daba- solía ser medianamente discreto.
La sensación de calor había aumentado para ellos, y el horizonte se fue asemejando a un revoltijo de formas y colores en punto de ebullición.
- Vamos, circule - dijo el policía.
- Es... es... están coimeando.
- Siga su camino - insistió el policía intentando una voz más enérgica.
- Policía malo... chofer malo...
- Quítate, loco, ¡Carajo! - gruñó el policía y llevó su mano instintivamente al garrote que colgaba de su cinturón; pero el loquito no se asustó; es más, ahora parecía eufórico y repetía las mismas palabras con una mayor vehemencia.
- Por favor, señor - alcanzó a murmurar Fulano y se percató de lo ridículo de sus palabras para con un demente.
La gente, que hasta allí había circulado indiferente al asunto, comenzó a fijarse en ellos; se fueron congregando en las inmediaciones y ya comenzaban a oírse las primeras risotadas. Desde la puerta del Quierolo, algunos parroquianos llamaban a otros para observar alloquito, al chofer y al policía que discutían - en esa añosa calle de Lima - por una coima. En un momento dado, ya había un número respetable que apoyaba las reconvenciones delloquito.
No se pudo hacer más. El policía se guardó los documentos de Fulano. Detuvo apurado un auto y antes de escapar a cualquier sitio, sentenció a Fulano a recoger sus documentos y su papeleta en la Estación de Policía más cercana. La muchedumbre aprobó burlona. Ambos – chofer y policía - se odiaron respetuosamente antes de que el automóvil se marchara veloz.
Eso fue todo. El gentío se fue disolviendo rápidamente, el vocerío se debilitó y poco después Fulano se alejaba resignado en busca de su suerte.
La calle recuperó entonces su rutina, los edificios se hicieron más grises porque ya llegaba el crepúsculo, las veredas parecían más quebradas en la penumbra. A esa hora solo quedaba el loquito que iba y venía por las calles como un viejo rey que pasea entre las ruinas de su carcomido reino.