Historias comunes que se van recogiendo de las caminatas diarias

martes, 10 de julio de 2007

NOTAS DE LA CIUDAD

Mengano se volvió a desubicar y un presentimiento de esos que lo ayudaban a sobrevivir en las calles de la ciudad, le ratificó que algo iba a suceder en esa tarde bochornosa de febrero

LA COIMA

Efectivamente, el destartalado automóvil de un color ya marchito y modelo indefinido se había pasado la luz roja. No había discusión en ello y por eso, cuando oyó el sonido enérgico de un silbato que le indicaba alto desde algún lugar de la congestionada avenida, Mengano simplemente masculló una maldición, buscó al policía por el espejo retrovisor y se pegó a la derecha para detenerse: me fregué.

Luego de respirar hondo y de buscar sus documentos, salió del automóvil resignado a un encuentro inevitable. Mengano no tenía más de cuarenta años y era de mediana estatura; su rostro estaba curtido por la resolana y por los vientos sucios de todos los días. Caminó como caminan los que viven demasiadas horas conduciendo un automóvil. Habrá que soltar un billete - pensó - pero primero habrá que palabrear un poco - para saber de cuánto era la jugada. Mengano se sintió muy experimentado en la materia: total, eso era cosa de todos los días y no era la primera vez que “arreglaba” con alguna autoridad. La vida es así y punto. Mengano supuso - casi podía asegurarlo - que el asunto no iba a demorar.

Bajo la sombra raída de un edificio, el policía lo esperaba: acalorado y aburrido en su incómodo uniforme de lanilla. Tenía el gesto cansado y la actitud burlona, como la de alguien que sabe de memoria la próxima rutina. Algunos árboles mustios vigilaban la calle. La luz del sol caía diagonalmente. La ciudad languidecía en el sopor de la tarde. Repentinamente, Mengano se sintió deprimido. Todo se veía tan sucio. Se recuperó rápidamente. Respiró muy hondo y se dispuso a cruzar la calzada que lo separaba del policía. Apoyado contra un poste de luz, un loquito miraba con atención la escena mientras metía trastes indescifrables en su costal. Era un loco común: sucio, extravagante, lánguido, endurecido por los vientos de la calle. Había en su rostro una sonrisa burlona que parecía esculpida a la fuerza.

- Jefe, buenas tardes - dijo Mengano y el policía apenas si masculló un saludo y estiró la mano. Mengano pareció confuso. Sabía que el asunto de la coima estaba cada día más simplificado, pero aún así, pensó que el asunto parecía demasiado directo.

- Documentos - aclaró inmediatamente la autoridad. Mengano entonces le alcanzó los documentos. El policía colocó la tarjeta de propiedad y la licencia en la parte superior de su tablilla y habilitó rápidamente un formulario. Todo con una gran destreza. Comenzó a escribir, pero, claro, con una lentitud inequívoca. De pronto, el loquito, sin perder la sonrisa, ni el mugroso costal, cruzó también la calzada con sospechosa dirección. Su paso era lento, pero definitivo.

- ¿Sabía usted que con tres papeletas en un año se le retira la licencia? - Mengano comprendió que esa era la clave para el inicio de la negociación y que ahora le correspondía a él el siguiente parlamento teatral.

- Caray, jefe, es que a veces uno anda tan preocupado con sus problemas. ¿Cómo podríamos arreglar por esta vez?

El loquito se les fue acercando lentamente. Mengano lo vio llegar por su lado derecho. El hombrecillo tenía una barba apelmazada por una mugre de años y miraba con ojos de niño travieso. El policía también lo vio, pero no le dio importancia.

- Sabía usted que con tres papeletas se le retira la licencia - repitió el policía e inmediatamente se dio cuenta de que ya había dicho esa parte del libreto. Mengano se volvió a desubicar y un presentimiento, de esos que lo ayudaban a sobrevivir en las calles de la ciudad, le indicó que algo iba a suceder en esa tarde bochornosa de febrero. El loquito, como si ya fuera parte de ellos, los auscultó curiosamente; se fijó en los documentos sujetos en la tablilla; volvió a mirar a los negociadores y algo debió entender, una luz tuvo que haber iluminado su aislado mundo porque fue abriendo la boca como buscando una burla adecuada y, con la actitud de quien algo ha descubierto, comenzó a señalarlos con el dedo índice.

Mengano y el policía palidecieron. Ambos habían entendido que eso podía terminar en un espectáculo y en la prueba innegable de aquello que - aunque siempre se daba por hecho - solía ser discreto. De pronto, la sensación de calor se hizo más intensa y en la distancia todo parecía un revoltijo de formas y colores en punto de ebullición.

- Vamos, circule - dijo el policía.

- Es... es... están coimeando.

- Siga su camino - insistió el policía intentando una voz más enérgica.

- Policía malo... chofer malo...

- Quítate, loco, ¡Carajo! - gruñó el policía y llevó su mano instintivamente al garrote que colgaba de su cinturón; pero el loquito no se asustó; es más, ahora parecía eufórico y repetía las mismas palabras con una mayor vehemencia.

- Por favor, señor - alcanzó a murmurar Mengano y se percató de lo ridículo de sus palabras para con un demente. Definitivamente, el policía había perdido el aplomo y miraba un tanto perplejo a su alrededor. La gente se fue congregando en las inmediaciones y se escuchaban las risotadas y las burlas. En un momento dado ya era una multitud la que festejaba las reconvenciones del loquito. No se pudo hacer más. El policía se guardó los documentos de Mengano. Detuvo apurado un auto y antes de escapar a cualquier sitio, sentenció a Mengano a recoger sus documentos y su papeleta en la Estación de Policía más cercana. La muchedumbre aprobó burlona y ambos se odiaron respetuosamente antes de que el aitomóvil se marchara veloz.

Eso fue todo. El gentío se fue disolviendo rápidamente, el vocerío se debilitó. Poco después, Mengano se alejaba resignado en busca de su suerte. La calle recuperó entonces su desolación, los edificios se hicieron más grises porque ya llegaba el crepúsculo, las veredas parecían más quebradas en la penumbra. A esa hora, el loquito parecía que iba y venía por esas calles como un viejo rey que pasea entre las ruinas de su carcomido dominio.

lunes, 2 de julio de 2007

NOTAS DE LA CIUDAD



HAY QUE RESPETAR LAS COLAS

Fulano llegó temprano porque todavía seguía creyendo en aquello de la puntualidad. Sin embargo, esa mañana reconfirmaba - ya sin mucha sorpresa - que los horarios especificados en un letrero grande y triste a la entrada del edificio gubernamental eran, como muchas otros horarios de otras muchas dependencias de este país, una promesa muerta y olvidada desde hacía mucho tiempo. Suspiró con un aire de resignación aburrida y se dispuso a esperar justo en el lugar donde otro letrero grande decía que había que esperar. Revisó sus papeles, sufrió un leve susto cuando supuso que había olvidado uno de ellos. Felizmente lo encontró. Volvió a verificar los datos del formulario 7,067 que le habían indicado llenar el día anterior luego de una espera extensa en otra cola interminable. Felizmente había preguntado todo lo que debía preguntar y ahora estaba seguro del lugar, del papeleo y de todo lo demás.

Se dispuso a esperar tranquilo porque todo estaba en su lugar. Claro, grave error de un Fulano que, otra vez, caía en la misma trampa: creer. Desdobló su periódico, se acomodó los lentes bifocales e intentó una lectura ordenada de las noticias del día anterior. Sólo hacía falta esperar y la lectura era lo que más tranquilizaba su viejo espíritu de hombre culto de clase media. Suspiró. El edificio era plomizo, grande y, en la neblina de la mañana, parecía un viejo ancho y curvado dormitando sentado. La lectura fue llenando los pensamientos de Fulano, paulatinamente se fue olvidando de su entorno.
A las nueve y cuarenta y cinco hubo un amago de movimiento detrás de los portones de fierro y cuando Fulano levantó la mirada del periódico para ver como estaba el mundo, descubrió asombrado que una multitud se apelotonaba en las cercanías del portón sin ningún ánimo de guardar el orden y que, peor aún, detrás de él, otro gran tumulto de personas había conformado una cola serpenteante, informe y desesperada. ¿En qué momento se había armado tal enredo?
Por un momento sintió una leve pena por quienes se hallaban tan lejos de alcanzar atención; aunque luego comprendió que más que pena, aquello era un secreto orgullo mal camuflado. Total, él estaba entre los primeros porque tomaba sus previsiones. Se había levantado temprano, había mal desayunado y, además, había soportado estoicamente de pie hasta ese momento: tenía derecho de estar tranquilo y hasta feliz. Incluso, todo lo que debía averiguar ya lo había hecho el día anterior en un ajetreo agotador. Esas eran las ventajas de ser responsable y organizado. En todo caso, pensó que lo mejor era preocuparse por los que pretendían saltarse todo su sacrificio colándose a fuerza de esa viveza criolla que le gustaba muy poco. En este mundo hay de todo, masculló, y luego sonrió impulsado por el orgullo de sentirse diferente.
Cuando el portón finalmente se abrió y los fierros de los cerrojos se callaron del todo, hubo un reacomodo de fuerzas que no dejó muy bien ubicado a Fulano quien, definitivamente ya no era el de años anteriores y, por lo tanto, no había podido correr ni empujar como lo hicieron contra él. En el ajetreo había retrocedido algunos lugares. De todas maneras, su ubicación tampoco era tan mala. Tal vez demoraría veinte minutos más de los calculado, pero igual, saldría temprano. Un formulario por aquí, una cola por allá y listo.

Un par de jovencitos encorbatados comenzó a distribuir a la gente en distintas colas según sus necesidades. Cuando llegaron a Fulano revisaron sus papeles, lo auscultaron casi con burla y antes de cualquier apelación, simplemente le dijeron que esa no era ni la oficina indicada ni aquel el formulario preciso. Más aún, le recomendaban regresar al día siguiente, eso si, a la hora, porque en esa entidad administrativa eran estrictos en todo y con todos.

domingo, 24 de junio de 2007

NOTAS DE LA CIUDAD



LA VENGANZA PÍRRICA DE FULANO


La mujer había terminado de subir a la camioneta todo terreno, al parecer con una sonrisa de niña que ya no era buena, mientras el gerente esbozaba una sonrisa de hombre ganador cuando encendía el motor





Fulano parecía haber recibido el impacto de un mueble que le había caído desde el tercer piso. Exactamente desde el edificio de la cuadra cinco de Angamos. Su rostro desencajado y sus ojos locos delataban su colapso emocional. La mujer había terminado de subir a la camioneta todo terreno, al parecer con una sonrisa de niña que ya no era buena, mientras el gerente esbozaba una sonrisa de hombre ganador cuando encendía el motor.
Fulano tuvo el tino de quedarse parapetado detrás del gran ciprés que se erguía a mitad de cuadra. Era definitivo, Fulano era ahora el actor de una vieja película en donde el personaje descubre que su mujer está saliendo con su jefe y entonces la vida se le congela sin fondo musical ni nada por el estilo.
El cielo era la misma pincelada gris de todos los días, aunque ahora las nubes negras le parecieron lo suficientemente cerca como para tocarlas. Se sentó en la banqueta, muy cerca de la calzada. Por sus manos abrazando sus rodillas, parecía que estaba buscando poner orden en sus pensamientos. Inevitablemente un par de lágrimas, sin mayor gesto, resbalaron por sus mejillas. Detrás de él, como un marco de película melodramática, el Café 4d dejaba ver las líneas verdes y blancas de su entrada y el conjunto de mesas llenas de jovencitos recibiendo la hora nona del verano.
De pronto, Fulano sintió que una mano tocó su hombro y cuando levantó la mirada encontró el rostro cetrino del hombre a quien siempre había visto vigilar la puerta del edificio de su desgracia. Lo siento, dijo el vigilante mientras se acuclillaba cerca de Fulano, esas cosas pasan. Fulano miró la calle por donde se había perdido la camioneta: negra, moderna, poderosa, conquistadora de secretarias sencillas. Usted lo sabía, le ha dicho Fulano, sin hacer mayor expresión en el rostro. Y el vigilante, yo sé muchas cosas, suspira, se molesta; pero me pagan por vigilar y por no meterme en lo que no me importa. ¿Qué hacer? ¿Cómo empezar a terminar? No lo sé, dice el vigilante y luego saca dos cigarrillos, Fulano acepta. Al rato están fumando. La avenida Angamos está fulgurante ahora. Las luces de los faroles están encendidas y el edificio donde funciona un casino es una explosión de luces multicolores que iluminan la noche. Sabe, dijo el vigilante, yo no soy nadie para meterme en su pena. La vida es así, algunas mujeres son así, algunos hombres somos así. Así son las cosas. Yo no soy nadie para juzgar. Le recomiendo que se vaya, que se calme, que se olvide de lo que no vale, cuando alguien se quiere ir se va; pero sabe qué... Fulano giró el rostro hacia el vigilante y se encontró con un hombre que miraba el poder desde el otro lado, como él. Luego vio los ojos de un amigo, quizás luego vio los ojos de un compañero, como cuando aun estaba en el colegio. Tuvo que haber visto algo que lo hizo sonreír.

- Sabe qué, hay que cosas que ya no se arreglan, pero le cuento que esos vidrios de la ventanas de la oficina son tan, pero tan caros, que ni se imagina.

Minutos después, las luces intermitentes de una patrulla y de una camioneta de serenazgo iluminaban la cuadra cinco de la avenida Angamos. Un vigilante del edificio declaraba para la policía que un loco se había aparecido de la nada y había lanzado pedradas hasta hacer añicos todos los vidrios del edificio. La verdad es que no podía precisar cómo era ese loco de mierda, pero que nunca lo había visto, era cierto. Finalmente exclamó, como para que quede muy claro, que él trató de alcanzarlo porque no era justo que le hicieran eso al dueño de la empresa, que era tan buena gente.

CRÓNICAS DE LA CIUDAD




FULANO Y LA ROSA
Fulano sostenía una rosa en la mano derecha y, en la otra mano, cargaba un bolsón tipo mochila, una mochila negra y envejecida. Tenía la cabellera lacia, desordenada y algo sucia, una barba de náufrag, una mirada de huérfano que lastimaba. Pude verlo bien porque estaba muy cerca de mí y yo estaba cerca de la esquina de Arequipa con Canevaro esperando que pasara la “combi” que me llevara, por fin, a casa después de tantas horas de oficina y complicaciones de cada día.

Fulano no parecía estar demente, aunque sus ojos lucían algo extraviados; pero la rosa, una sola, envuelta en papel celofán, casi minúscula y fuera de lugar entre el gentío gris de esa hora, por lo menos, lo dejaba como un extravagante o como un tonto y patético de primera clase, de esos que aún escuchan baladas del recuerdo. No lo digo solo por mí que, en verdad, sentí vergüenza ajena y opté por separarme unos pasos, sino por cada uno de los que se tropezaban con él y que descubrían la rosa entre sus manos. Inmediatamente mostraban una sonrisa socarrona y poco disimulada, algunos gestos burlones y algunos hasta buscaban la mirada cómplice con algún otro caminante para confirmar la estupidez de aquel Fulano de piel cetrina, casaca azul y con una rosa intensamente roja entre sus dedos oscuros.
Ya era la hora punta y el cruce de Canevaro con Arequipa se desbordaba. Una pequeña línea rojiza de la tarde aún se mantenía por encima de los empolvados edificios de Lince; pero la presencia de la noche ya era casi definitiva porque las luces de los faroles ya se habían encendido y los anuncios de neón ya borboritaban en las fachadas de los comercios.
Fue entonces que desde uno de los ómnibus que reiniciaban la marcha con el cambio de luces salió una voz furtiva que gritó en el momento justo: ¡Cojudo! Fulano parecía no haberse inmutado, pero tenía que haberlo escuchado porque el insulto se oyó en el mínimo espacio de silencio que puede haber entre los bocinazos, los silbatos y los gritos de los cobradores que vociferaban nombres de calles y distritos. Yo lo miraba a ratos, pero sin descuidar la visión de la avenida por donde tendría que llegar mi transporte. Alzó un poco más la rosa que ahora parecía más erguida, más roja, más intensa.
Cuando llegó por fin la línea que me llevaría a casa, y lo abordé entre empujones, pude ver que Fulano aun permanecía en su lugar con toda la facha de un hombre plantado; pero todavía sosteniendo la flor en su celofán. Recordé que mañana tenía una reunión de trabajo, que las ventas habían bajado, que tenía que mejorar mi récord si quería subir en la empresa, que había que trabajar más, que la vida era corta, que el fin de semana íbamos a tener una borrachera con los amigos de la empresa, que tal vez nos íbamos a divertir con alguna de la oficina, que a lo mejor nos ligaba algo, pero sin mayor compromiso, eso sí, porque la meta era otra, avanzar a toda máquina.
Mi transporte finalmente dio la vuelta por la avenida Arequipa; pero todavía pude ver un poco de Fulano y algunas de las miraditas burlonas de los transeúntes de esa hora.

Datos personales

Mi foto
Narrador por vocación, periodista ocasional. Ejerce la docencia en Lengua, Literatura y Redacción Básica y Superior. Ha publicado libros de cuentos como "Epistolario de Javier" (2006), “Lima a tientas“(2012) y "Cuentos de la ciudad" (2014). Además de otros académicos como el libro sobre gramática "La magia de las palabras" (2004), "Ortografía para todos" (2007), “Ortografía breve, escritura fácil” (2013). Colaborador para revistas y periódicos. Ha desarrollado talleres de Creación Literaria para el Museo de Bellas Artes de Lima, Asociación Peruana de Investigación Social. Asimismo, fue miembro de la Comisión Organizadora del Primer Encuentro de Escritores Peruanos en Madrid, España. Actualmente es director de “Punto y Coma Consultores”. Ha sido premiado en concursos como "Las mil palabras" de la revista Caretas y en el concurso "Julio Ramón Ribeyro" de Lima y los Juegos Florales de la UTC.