Historias comunes que se van recogiendo de las caminatas diarias

martes, 27 de agosto de 2013

Notas de la Ciudad: El Loco, el Policía y Fulano

 Mengano comprendió que esa era la clave para el inicio de la negociación y que ahora le correspondía a él la  siguiente parte del texto.
-  Caray, Jefe, es que a veces uno anda tan preocupado con sus problemas.


Efectivamente, el desvencijado automóvil - de color marchito y modelo ya  indefinido - se había pasado la luz roja. No había discusión en ello y, por eso, cuando Fulano oyó el  sonido enérgico de un silbato que le indicaba alto desde algún lugar del jirón Camaná,  este simplemente  masculló una maldición, buscó al policía por el espejo retrovisor y se pegó a la derecha para detenerse: ya perdí.
Luego de respirar hondo y de buscar sus documentos, salió del automóvil, resignado a un encuentro inevitable.

Fulano no tenía más de cuarenta años y era de mediana  estatura; su rostro trigueño estaba curtido por la resolana y por los vientos sucios de todos los días. Caminaba como caminan los que pasan demasiadas  horas conduciendo un automóvil. Habrá que soltar un billete - pensó -; pero primero habrá que palabrear un poco - se recomendó  -, para saber de cuánto era la jugada. Fulano se sintió muy experimentado en la materia y su semblante fue recuperando seguridad: total,  eso era cosa de todos los días  y no era la primera vez  que  arreglaba con alguna autoridad. La vida es así y punto. Fulano supuso - casi podía asegurarlo - que el asunto no iba a demorar. En una vuelta más por Lima, recuperaba el billete que ahora iba a perder.

Bajo la sombra raída de un antiguo edificio - con balcones y balaustrada carcomidos – un sudoroso policía  lo  esperaba abanicándose con la misma  tablilla en la que tenía sujetos los formularios para papeletas.  Aun cuando la tarde ya se acababa, el calor del verano todavía se apelmazaba en el ambiente vespertino. A pesar  de su gesto fatigado, el guardia evidenciaba una actitud burlona, como la de alguien que sabe de memoria la próxima rutina.  Unos cuantos árboles mustios vigilaban la calle. La luz del sol caía diagonalmente. La ciudad languidecía en el sopor de la tarde. A unos metros, en la esquina entre el jirón Quilca y Camaná,  algunos parroquianos entraban y salían del Queirolo sin darle importancia ni a Fulano ni al Policía. Repentinamente, Mengano se sintió deprimido. Todo le pareció tan deteriorado. Se recuperó rápidamente. Respiró muy hondo y se dispuso a cruzar  la calzada que lo separaba del policía.

A unos metros apenas, apoyado contra un poste de luz, un loquito miraba con atención la escena mientras metía trastes indescifrables en su costal. Era un loco  común: sucio, estrafalario, lánguido, curtido por los vientos de la calle. Había en su rostro una sonrisa  rígida, como  esculpida a la fuerza.

-  Jefe, buenas tardes - dijo Fulano, y el policía apenas si masculló un saludo y estiró la mano. Fulano se sintió confuso. Sabía que el asunto de la coima estaba cada día más simplificado, pero aún así, le pareció que el asunto era como demasiado directo.
-  Documentos - aclaró inmediatamente la autoridad. Fulano  entonces  le alcanzó los documentos.
El policía colocó la tarjeta de propiedad y la licencia  en la parte superior de su tablilla y habilitó rápidamente un formulario. Todo con gran destreza. Luego comenzó a escribir, pero, claro,  con una lentitud inequívoca.  De pronto, el loquito, sin perder la sonrisa, ni el mugroso costal, cruzó también la calzada con sospechosa dirección. Su paso era lento, pero definitivo.

-  ¿Sabía usted que con tres papeletas sobrepasa su puntaje y se le retira la licencia?

Mengano comprendió que esa era la clave para el inicio de la negociación y que ahora le correspondía a él la  siguiente parte del texto.
-  Caray, Jefe, es que a veces uno anda tan preocupado con sus problemas.

El loquito se les fue acercando lentamente.  Mengano  lo vio llegar por su lado derecho. El hombrecillo  tenía  una barba compactada por una mugre de años y miraba con ojos de niño travieso. El policía también lo vio,  pero no le dio importancia.
-  Sabía usted que con tres papeletas se le retira la licencia - repitió el policía  e inmediatamente  se dio cuenta de que ya había  paporreteado esa parte del libreto.


            Fulano se volvió a desubicar  y un presentimiento, de esos que lo ayudaban a sobrevivir  en  las calles de la ciudad,  le confirmó que algo iba a suceder en esa tarde calurosa de febrero. El  loquito, como si ya  fuera parte de ellos,  los auscultó curiosamente; se fijó en los documentos sujetos en la tablilla; volvió a mirar a los negociadores y algo debió entender, una luz tuvo  que haber iluminado su solitario mundo porque fue  abriendo la boca como buscando un gesto adecuado y,  con la actitud  de quien algo ha descubierto, los señaló  con el dedo índice.
Fulano y el policía palidecieron. Ambos habían comprendido que eso podía terminar en un gran espectáculo y en la  prueba innegable de aquello que - aunque  todos sabían que se daba-   solía ser  medianamente discreto. 
La sensación de calor había aumentado para ellos,  y el horizonte se fue asemejando a un revoltijo de formas y colores en punto de ebullición.
-     Vamos, circule  - dijo el policía.
-     Es... es... están  coimeando.
-     Siga  su camino  - insistió el policía  intentando una voz  más enérgica.
-     Policía malo... chofer malo...
-     Quítate, loco,  ¡Carajo! - gruñó el policía y llevó su mano instintivamente  al garrote que colgaba de su cinturón; pero el loquito no se asustó; es más,  ahora parecía eufórico y repetía las mismas palabras con una mayor vehemencia.
-     Por favor,  señor - alcanzó a murmurar Fulano y se percató de lo ridículo  de sus palabras para con un demente.
La gente, que hasta allí había circulado indiferente al asunto, comenzó a fijarse en ellos; se fueron congregando en las inmediaciones  y ya comenzaban a oírse las primeras risotadas. Desde la puerta del Quierolo, algunos parroquianos llamaban a otros para observar alloquito, al chofer y al policía que discutían - en esa añosa calle de Lima - por una coima. En un momento dado, ya había un número  respetable que apoyaba las reconvenciones delloquito.

No se pudo hacer más. El policía se guardó los documentos de Fulano. Detuvo apurado un auto y antes de escapar a cualquier sitio,  sentenció a Fulano a recoger sus documentos y su papeleta en la Estación  de Policía más cercana.  La muchedumbre aprobó burlona. Ambos – chofer y policía - se odiaron respetuosamente antes de que el automóvil se marchara veloz.

Eso fue todo. El gentío se fue disolviendo rápidamente, el vocerío se debilitó  y poco después Fulano se alejaba resignado en busca de su suerte.
La calle  recuperó entonces su rutina, los edificios  se hicieron más grises  porque ya llegaba el crepúsculo,  las veredas parecían más quebradas en  la penumbra.  A esa hora solo quedaba el loquito que iba y venía por las calles  como un viejo rey que pasea entre las ruinas de su carcomido reino.


sábado, 20 de julio de 2013

Notas de la Ciudad - La sonrisa de Mengano


LA SONRISA DE MENGANO

Mengano llegó ya muy agitado a la esquina de la avenida Francisco Pizarro con prolongación Tacna, en el distrito del Rímac. Prácticamente había tenido que correr las dos últimas cuadras del jirón Próceres en donde lo había desembarcado la mototaxi aduciéndole que ya no podía avanzar ni un metro más por culpa de la congestión.
De mediana estatura, algo gordito, con muy poco cabello - todo tirado hacia atrás -, anteojos con monturas de carey grueso, un arcaico  bigotito, el rostro trigueño ya algo sudado, un terno azul algo maltrecho, una corbata gris con raya guindas; sostenía un maletín negro, como el de cualquier oficinista enmohecido. Era junio y el cielo plomizo de Lima parecía un techo bajo a punto reventar en una tormenta que nunca llegaba. A la derecha, se podía ver una parte del puente Tacna que parecía estremecido con la inmensa carga de vehículos que avanzaba a penas, reptando como un enorme ciempiés sobre el lomo de una vieja serpiente.
Por supuesto que se encontró con una muchedumbre  cuando llegó al paradero. Una multitud enardecida que aguardaba expectante la línea de transporte que los llevara a   su destino, de una vez y a tiempo. A las siete y treinta de la mañana todo parecía a punto de colapsar en las calzadas que separaban el Rímac del Centro de Lima. Las luces de un viejo semáforo  que pendía -  cual un ahorcado – de un largo poste plantado en el sardinel central de la avenida, para entonces  intercambiaban inútilmente de color. Todo estaba consumado: era la hora punta. De nada servían los bocinazos, el bramido de los motores, los esporádicos silbatazos de algún policía.
Mengano miró su reloj e hizo un rictus de fastidio. Se le estaba haciendo tarde y la posibilidad de una tercera tardanza en una misma semana ensombreció sus pensamientos. Se llevó una mano sobre el raleado cabello. Soltó un largo suspiro. Se acomodó la montura de sus lentes y se adentró decididamente en el remolino de peatones antes de que el desasosiego terminara por apabullarlo.
Se ubicó estratégicamente varios metros antes del paradero. Desde esa ubicación, podía ver toda la amplitud de la avenida Tacna, la que se introducía en el corazón del añejo distrito. Por encima de las añejas edificaciones: quincha, adobe, madera apolillada y una pátina de vejez, aún se alcanza a ver – difuso entre la neblina -  el triángulo desgastado que formaba el cerro San Cristóbal; más difusa todavía, la vieja cruz que coronaba la cumbre. Su rostro palideció cuando volvió a mirar su reloj: el tiempo avanzaba implacable. Levantó ansioso la mirada tratando de distinguir el ómnibus que le convenía: nada. Miró a su alrededor e entrevió que no era el único que temía por una tercera tardanza, y como que aceptó el consuelo que a veces se tiene cuando el mal es compartido. Después comprendió que precisamente ese temor, generalizado de no llegar a tiempo a su destino,  iba a convertir el abordaje del ómnibus en una batalla campal de todos los menganos que buscaran evitar otra tardanza.
De pronto se sintió minúsculo, débil, derrotado: como cuando el jefe lo humillaba con palabras que dejaban implícito que  era un constante perdedor. Mengano volvió a suspirar, pero esta vez mucho más profundo.
Cuando el ómnibus se hizo visible, sintió un rala alegría que inmediatamente se transformó en nerviosismo porque se dio cuenta de que muchos de los que se aglomeraban junto a él, se preparaban también para el asalto. Guardó sus lentes de carey, sujetó con fuerza su maletín envejecido y trató de adivinar el lugar en donde podría detenerse el ómnibus. Todos los demás también comenzaron sutilmente a orientar sus movimientos según sus propias predicciones.
Los vehículos se movieron aun cuando la luz del semáforo no había cambiado y, de pronto, la muchedumbre se descoyuntó precipitadamente en busca de su objetivo. El ómnibus estaba repleto y como que hizo el amago de seguir de largo; sin embargo, se detuvo sorpresivamente en el sitio menos previsto, a varios metros después del paradero, con un bufido de animal viejo y cansado. La hora decisiva había llegado. Mengano lo supo cuando empezó a correr antes que los demás peatones sorprendidos. La batahola  era ensordecedora como cada mañana: bocinazos, cobradores vociferando sus rutas, motores destartalados y el humo de las máquinas. El aire picante, lacrimoso, fosco.
Mengano cálculo que podía ser el primero en subirse al estribo del vehículo y fue feliz. Comprendió que estaba solo a unos cuantos metros de su objetivo y dedujo que esa mañana podría ser un ganador. Luego se dio cuenta de  que sus competidores ya estaban muy cerca porque escuchó el trote múltiple sobre la calzada, y apresuró el paso. El delicioso sabor de la victoria le infundía fuerzas. En verdad, al menos esa mañana de junio, podía ser un vencedor. Por eso, cuando vio que por su derecha otro hombre impetuoso estaba por rebasarlo, no tuvo tiempo de pensarlo, tal vez no quiso pensarlo: simplemente se le atravesó. Tampoco tuvo tiempo de ver cuando aquel cuerpo trastabilló y cayó estrepitosamente sobre la vereda,  muy cerca de una carretilla de desayunos al paso.
Mengano alcanzó a colocar el pie en el estribo cuando el ómnibus ya arrancaba. Parecía tan jubiloso que,  si no hubiera tenido que sostenerse con ambas manos de las barandillas, probablemente hubiera usado una extremidad para levantar un puño de ganador. 
Antes de que el ómnibus subiera por la rampa del puente Tacna, Mengano todavía alcanzó a ver a aquel hombre revolcado, muy parecido a él, incorporándose con la ayuda de algunos otros desdichados y maldiciendo su caída, maldiciendo al malvado que lo empujó, a su tercera tardanza, y  hasta la vida misma.

Ahora una fina lluvia salpicaba la cara de aquellos que iban casi colgados del ómnibus. La velocidad del vehículo aumentó con un quejido del motor.  Entonces Mengano se sintió mal por su proceder. No obstante, luego de unos instantes, se sintió en verdad peor cuando reconoció que verdaderamente no se sentía tan mal.

martes, 9 de julio de 2013

Notas de la Ciudad - Fulano y la flor



FULANO Y  LA FLOR

Fulano sostenía una rosa en la mano derecha y, en la otra mano, cargaba un bolsón negro y envejecido, tipo mochila.  El hombre, de mediana edad, tenía la cabellera lacia, desordenada y algo sucia; una barba de náufrago y una mirada de huérfano que lastimaba. Pude verlo bien porque estaba parado muy cerca de mí, y yo estaba cerca de la esquina que formaban   la avenida Pardo de Zela con Arequipa, aguardando, junto a muchos otros peatones,  a que pasara el colectivo  que me llevaría a casa, por fin, después de tantas horas de oficina y  de complicaciones propias de cada día.
El hombre de la rosa no parecía estar demente, aunque sus ojos lucían algo extraviados; pero la rosa, una sola, de tallo largo y de capullo  encarnado, envuelta en papel celofán, lucía como fuera de lugar entre sus  fachas desastradas y estimulaban cierta sospecha en los transeúntes  fatigados  de esa hora. Por lo menos,  evidenciaban a Fulano como un extravagante o como un tonto de primera clase: de esos que aún escuchan baladas amorosas del recuerdo, que copiaban poemas enmarcados en viñetas de flores trenzadas y que sufrían, a fondo, por amor.
Lo cierto es que sentí vergüenza ajena y opté por separarme unos pasos. Los demás, los que se tropezaban a ratos con él y  descubrían la rosa entre sus manos, inmediatamente mostraban una sonrisa socarrona y poco disimulada, ciertos  gestos burlones y había otros que hasta buscaban la mirada cómplice con algún otro caminante para confirmar la estupidez de aquel Fulano de piel cetrina, casaca azul y con una rosa intensamente roja entre sus dedos oscuros.
Ya era la hora punta y el cruce de Pardo con Arequipa ya estaba totalmente congestionado. La ya escuálida línea rojiza de la tarde aún se mantenía por encima de los empolvados edificios de Lince, aunque la llegada de la noche ya era irreversible.  Las luces de los faroles iban despertando y los colores fosforescentes de los letreros luminosos  se iban volviendo más nítidos sobre las fachadas de los comercios.
De pronto, de uno de los vehículos de transporte público que reiniciaba la marcha con el cambio de luces,  salió una voz sibilina que gritó en el momento justo: ¡Imbécil!
Fulano parecía no haberse inmutado, pero tenía que haberlo oído porque el insulto se escuchó, fulminante, en el mínimo espacio de silencio que puede darse entre los bocinazos, los silbatos y los gritos de los cobradores que vociferaban nombres de calles y distritos. La voz rasposa se filtró apenas en ese resquicio: ¡Imbécil!

Fulano alzó un poco más la rosa que ahora parecía más erguida, más roja, más intensa. Yo estuve  mirándolo a ratos, conmovido y curioso, pero sin descuidar la visión de la avenida por donde tendría que llegar mi transporte. A ratos, los viejos y desfallecientes árboles que vigilaban la avenida Arequipa susurraban intensamente  cuando el viento del crepúsculo y las últimas parvadas de aves vagabundas removían sus hojas.
Cuando por fin llegó  el colectivo que me llevaría a casa, y lo abordé entre empujones, pude ver que Fulano aún permanecía en su lugar, cerca de un puesto de revistas y casi de espaldas a una carretilla que vendía dulces y cigarrillos al paso. Fulano tenía toda la facha de un hombre a quien habían plantado; no obstante, seguía sosteniendo la flor envuelta en su celofán. A ratos parecía difuminarse entre la cerrazón del gentío; luego, reaparecía: la mirada algo extraviada, la casaca azul, el bolsón colgado del hombro derecho, la rosa roja- casi refulgente - entre sus manos entumecidas.
Recordé que mañana tenía una reunión de trabajo muy temprano, que las ventas habían bajado, que había que trazar nuevas estrategias de captación de mercado y que, en lo personal,  debía mejorar mi récord si quería seguir ascendiendo en la empresa. Es decir, como tantos otros: había que trabajar más, afanarse más, la vida era muy corta, había tanto que hacer.

Cuando el colectivo dio la vuelta por la avenida Arequipa con dirección al Centro, todavía pude ver un poco de Fulano y hasta algunas de las miraditas burlonas de los transeúntes de esa hora. Luego el silbato de la policía apresuró el tránsito, la noche se hizo  definitiva y ya no pude ver más a Fulano.

martes, 25 de junio de 2013

Notas de la ciudad - "La edad de la inocencia"


El hombre tenía, por lo menos, cincuenta años. Aunque se notaba que había llegado a esa edad con el suficiente cuidado como para no parecer apabullado por la certeza ya cercana de la vejez. Estaba vestido de tal manera que proyectaba sobriedad, pero sin perder el toque de elegancia informal: sacón de paño azul, camisa blanca sin cuello de corbata y una bufanda de seda llevada como quien no quiera la cosa. Junto a él, estaba la bella mujer: cabellera oscura, lacia y coquetamente corta, los ojos inmensos y oscuros, el rostro delicado y terso. Bajita, quebradiza, seductora. Un fino piersing -  casi como una gota lluvia color plateado - brillaba en un costado de su fina nariz.
Ambos caminaban por la vereda central de la avenida Pardo, esa que está flanqueada por árboles añosos y en cuyas veredas se han colocado bancas vigiladas por faroles de luz ambarina y discreta, como para que los enamorados puedan hablar de sus cosas. Todo mientras los automóviles transitan,  de ida y vuelta, con uno que otro bocinazo altisonante.
Vistos así, tomados del brazo, con alguno que otro beso, casi como un piquito de amor en el camino, nada habría de singular en ellos. Ella era de una belleza oriental y él, un latino todavía con cierto encanto: ambos podrían ser tan solo un par de enamorados impetuosos.
Es decir, nada habría de especial en ellos, salvo el detalle de los años. La bella mujer no parecía tener más edad que la de una adolescente y él, como mínimo, tenía la edad para ser un pariente mayor, digamos un tío maduro, aunque bastante conservado. Tal vez  por eso las miradas de quienes se cruzaban con ellos eran, de vez en cuando,  algo atrevidas y  hasta burlonas.  Algunos solo los miraban disimuladamente; otros, en cambio,  volvían el rostro cuando ya los habían pasado y luego  sonreían mientras intercambiaban algunas frases con sus acompañantes, frases probablemente socarronas. Incluso desde las veredas laterales les llegaba, de tanto en tanto, una frase punzante o por lo menos un silbido impertinente.

 Pero ellos parecían haber sobrepasado el nivel de las miradas y las burlas, porque seguían caminando absortos en sus cosas, aquilatando su caminata a la hora del crepúsculo: esa hora precisa cuando las luces de neón ya despertaban en las fachadas de los edificios comerciales y el cielo se iba oscureciendo paulatina y agradablemente. Por supuesto que el viento agitaba las copas de los árboles como en cualquier escenografía romántica y bandadas de pájaros atravesaba, de cuando en cuando, el cielo plomizo de Miraflores.

Sin embargo, por lo visto, no estuvieron preparados para la aparición de aquella mujer, de edad madura, que los detuvo en seco para recriminarlos con la autoridad que al parecer le daba el rango de tía de la bella joven. Al menos, eso se entendió del primer intercambio de gritos, por un lado, y de voces conciliatorias, por el otro, que crepitaron en el primer round. Mengano retiró la mano de los hombros de la bella; en tanto la bella miraba pálida y sorprendida a la mujer que los había intervenido.  < Esto se termina ahora >, repitió varias veces la tía como para que no quede ninguna duda en nadie: < No podía ser, no podía ser >. El hombre no atinaba a decir cosa alguna. Solo la bella - que hablaba algo del amor -  lograba entremeter alguna frase en medio de la catarata de prohibiciones con la que los sentenciaba la enojada tía.
Para ese momento, algunos curiosos ya habíamos perdido la cautela y las buenas costumbres de no escuchar problemas ajenos y simplemente observábamos el espectáculo con toda la frescura posible. Logramos entender que la bella tenía padres vivos y parientes estratégicamente distribuidos por Miraflores. Supimos que el hombre había conocido a la bella en algunas clases de teatro (o sea que actorcito el tío, pensamos muchos, bohemio y pendejito, consumidor de viagra y roba cunas). Entendimos que la bella tenía el DNI recién hacía algunos días y que incluso el padre era algo más joven que aquel hombre que ahora parecía abochornado. < Esto se acaba ahora o lo arreglamos en lo judicial >, arengó finalmente la tía con un tono de amenaza contundente, con la seguridad de quien se conoce de tú a tú con muchos poderosos. En ese momento, una lluvia – menuda y mezquina, como siempre – comenzó a caer.

Cuando ya todo parecía dicho y la tía estiraba el brazo para coger la delicada mano de la bella, en una escena a la que solo le faltaba un fondo de película india, (porque eso sí, a la bella solo le faltaba un poco de escenografía para enmarcar su hermosura oriental) algo iba a cambiar el rumbo de esa historia. Repentinamente, la joven lanzó la noticia que nos paralizó a todos, que ya éramos partícipes de aquel guión de telenovela. La noticia que no solo dejó petrificada a la tía, sino que mejor aun, desacomodó casi hasta el desmayo al hombre que hasta allí no había dicho esta boca es mía. Porque, ciertamente, que alguien te avise, así, de repentino, que estaba embarazada y que lo iba a tener y que nada ya los iba separar, te deja, como mínimo, estupefacto.
Todos nos miramos con la misma sorpresa: anonadados. La tía bajó la mano. La bella cogió el brazo del hombre y lo colocó sobre sus hombros. La bufanda del enamorado ahora no lucía con la prestancia de antes, sino algo confusa. Seguramente la historia iba a tener más capítulos en donde ya no íbamos a estar.


Por ahora, la historia terminaba con la bella alejándose con su veterano amor, la tía retirándose aturdida por el impacto, con nosotros regresando a nuestros caminos con una sonrisa socarrona. Lo cierto es que cuando vimos a la pareja regresar sobre sus pasos por la ya casi oscura alameda de la av. Pardo, el hombre parecía casi un anciano de pasos cansados.

Datos personales

Mi foto
Narrador por vocación, periodista ocasional. Ejerce la docencia en Lengua, Literatura y Redacción Básica y Superior. Ha publicado libros de cuentos como "Epistolario de Javier" (2006), “Lima a tientas“(2012) y "Cuentos de la ciudad" (2014). Además de otros académicos como el libro sobre gramática "La magia de las palabras" (2004), "Ortografía para todos" (2007), “Ortografía breve, escritura fácil” (2013). Colaborador para revistas y periódicos. Ha desarrollado talleres de Creación Literaria para el Museo de Bellas Artes de Lima, Asociación Peruana de Investigación Social. Asimismo, fue miembro de la Comisión Organizadora del Primer Encuentro de Escritores Peruanos en Madrid, España. Actualmente es director de “Punto y Coma Consultores”. Ha sido premiado en concursos como "Las mil palabras" de la revista Caretas y en el concurso "Julio Ramón Ribeyro" de Lima y los Juegos Florales de la UTC.