Historias comunes que se van recogiendo de las caminatas diarias

sábado, 20 de julio de 2013

Notas de la Ciudad - La sonrisa de Mengano


LA SONRISA DE MENGANO

Mengano llegó ya muy agitado a la esquina de la avenida Francisco Pizarro con prolongación Tacna, en el distrito del Rímac. Prácticamente había tenido que correr las dos últimas cuadras del jirón Próceres en donde lo había desembarcado la mototaxi aduciéndole que ya no podía avanzar ni un metro más por culpa de la congestión.
De mediana estatura, algo gordito, con muy poco cabello - todo tirado hacia atrás -, anteojos con monturas de carey grueso, un arcaico  bigotito, el rostro trigueño ya algo sudado, un terno azul algo maltrecho, una corbata gris con raya guindas; sostenía un maletín negro, como el de cualquier oficinista enmohecido. Era junio y el cielo plomizo de Lima parecía un techo bajo a punto reventar en una tormenta que nunca llegaba. A la derecha, se podía ver una parte del puente Tacna que parecía estremecido con la inmensa carga de vehículos que avanzaba a penas, reptando como un enorme ciempiés sobre el lomo de una vieja serpiente.
Por supuesto que se encontró con una muchedumbre  cuando llegó al paradero. Una multitud enardecida que aguardaba expectante la línea de transporte que los llevara a   su destino, de una vez y a tiempo. A las siete y treinta de la mañana todo parecía a punto de colapsar en las calzadas que separaban el Rímac del Centro de Lima. Las luces de un viejo semáforo  que pendía -  cual un ahorcado – de un largo poste plantado en el sardinel central de la avenida, para entonces  intercambiaban inútilmente de color. Todo estaba consumado: era la hora punta. De nada servían los bocinazos, el bramido de los motores, los esporádicos silbatazos de algún policía.
Mengano miró su reloj e hizo un rictus de fastidio. Se le estaba haciendo tarde y la posibilidad de una tercera tardanza en una misma semana ensombreció sus pensamientos. Se llevó una mano sobre el raleado cabello. Soltó un largo suspiro. Se acomodó la montura de sus lentes y se adentró decididamente en el remolino de peatones antes de que el desasosiego terminara por apabullarlo.
Se ubicó estratégicamente varios metros antes del paradero. Desde esa ubicación, podía ver toda la amplitud de la avenida Tacna, la que se introducía en el corazón del añejo distrito. Por encima de las añejas edificaciones: quincha, adobe, madera apolillada y una pátina de vejez, aún se alcanza a ver – difuso entre la neblina -  el triángulo desgastado que formaba el cerro San Cristóbal; más difusa todavía, la vieja cruz que coronaba la cumbre. Su rostro palideció cuando volvió a mirar su reloj: el tiempo avanzaba implacable. Levantó ansioso la mirada tratando de distinguir el ómnibus que le convenía: nada. Miró a su alrededor e entrevió que no era el único que temía por una tercera tardanza, y como que aceptó el consuelo que a veces se tiene cuando el mal es compartido. Después comprendió que precisamente ese temor, generalizado de no llegar a tiempo a su destino,  iba a convertir el abordaje del ómnibus en una batalla campal de todos los menganos que buscaran evitar otra tardanza.
De pronto se sintió minúsculo, débil, derrotado: como cuando el jefe lo humillaba con palabras que dejaban implícito que  era un constante perdedor. Mengano volvió a suspirar, pero esta vez mucho más profundo.
Cuando el ómnibus se hizo visible, sintió un rala alegría que inmediatamente se transformó en nerviosismo porque se dio cuenta de que muchos de los que se aglomeraban junto a él, se preparaban también para el asalto. Guardó sus lentes de carey, sujetó con fuerza su maletín envejecido y trató de adivinar el lugar en donde podría detenerse el ómnibus. Todos los demás también comenzaron sutilmente a orientar sus movimientos según sus propias predicciones.
Los vehículos se movieron aun cuando la luz del semáforo no había cambiado y, de pronto, la muchedumbre se descoyuntó precipitadamente en busca de su objetivo. El ómnibus estaba repleto y como que hizo el amago de seguir de largo; sin embargo, se detuvo sorpresivamente en el sitio menos previsto, a varios metros después del paradero, con un bufido de animal viejo y cansado. La hora decisiva había llegado. Mengano lo supo cuando empezó a correr antes que los demás peatones sorprendidos. La batahola  era ensordecedora como cada mañana: bocinazos, cobradores vociferando sus rutas, motores destartalados y el humo de las máquinas. El aire picante, lacrimoso, fosco.
Mengano cálculo que podía ser el primero en subirse al estribo del vehículo y fue feliz. Comprendió que estaba solo a unos cuantos metros de su objetivo y dedujo que esa mañana podría ser un ganador. Luego se dio cuenta de  que sus competidores ya estaban muy cerca porque escuchó el trote múltiple sobre la calzada, y apresuró el paso. El delicioso sabor de la victoria le infundía fuerzas. En verdad, al menos esa mañana de junio, podía ser un vencedor. Por eso, cuando vio que por su derecha otro hombre impetuoso estaba por rebasarlo, no tuvo tiempo de pensarlo, tal vez no quiso pensarlo: simplemente se le atravesó. Tampoco tuvo tiempo de ver cuando aquel cuerpo trastabilló y cayó estrepitosamente sobre la vereda,  muy cerca de una carretilla de desayunos al paso.
Mengano alcanzó a colocar el pie en el estribo cuando el ómnibus ya arrancaba. Parecía tan jubiloso que,  si no hubiera tenido que sostenerse con ambas manos de las barandillas, probablemente hubiera usado una extremidad para levantar un puño de ganador. 
Antes de que el ómnibus subiera por la rampa del puente Tacna, Mengano todavía alcanzó a ver a aquel hombre revolcado, muy parecido a él, incorporándose con la ayuda de algunos otros desdichados y maldiciendo su caída, maldiciendo al malvado que lo empujó, a su tercera tardanza, y  hasta la vida misma.

Ahora una fina lluvia salpicaba la cara de aquellos que iban casi colgados del ómnibus. La velocidad del vehículo aumentó con un quejido del motor.  Entonces Mengano se sintió mal por su proceder. No obstante, luego de unos instantes, se sintió en verdad peor cuando reconoció que verdaderamente no se sentía tan mal.

martes, 9 de julio de 2013

Notas de la Ciudad - Fulano y la flor



FULANO Y  LA FLOR

Fulano sostenía una rosa en la mano derecha y, en la otra mano, cargaba un bolsón negro y envejecido, tipo mochila.  El hombre, de mediana edad, tenía la cabellera lacia, desordenada y algo sucia; una barba de náufrago y una mirada de huérfano que lastimaba. Pude verlo bien porque estaba parado muy cerca de mí, y yo estaba cerca de la esquina que formaban   la avenida Pardo de Zela con Arequipa, aguardando, junto a muchos otros peatones,  a que pasara el colectivo  que me llevaría a casa, por fin, después de tantas horas de oficina y  de complicaciones propias de cada día.
El hombre de la rosa no parecía estar demente, aunque sus ojos lucían algo extraviados; pero la rosa, una sola, de tallo largo y de capullo  encarnado, envuelta en papel celofán, lucía como fuera de lugar entre sus  fachas desastradas y estimulaban cierta sospecha en los transeúntes  fatigados  de esa hora. Por lo menos,  evidenciaban a Fulano como un extravagante o como un tonto de primera clase: de esos que aún escuchan baladas amorosas del recuerdo, que copiaban poemas enmarcados en viñetas de flores trenzadas y que sufrían, a fondo, por amor.
Lo cierto es que sentí vergüenza ajena y opté por separarme unos pasos. Los demás, los que se tropezaban a ratos con él y  descubrían la rosa entre sus manos, inmediatamente mostraban una sonrisa socarrona y poco disimulada, ciertos  gestos burlones y había otros que hasta buscaban la mirada cómplice con algún otro caminante para confirmar la estupidez de aquel Fulano de piel cetrina, casaca azul y con una rosa intensamente roja entre sus dedos oscuros.
Ya era la hora punta y el cruce de Pardo con Arequipa ya estaba totalmente congestionado. La ya escuálida línea rojiza de la tarde aún se mantenía por encima de los empolvados edificios de Lince, aunque la llegada de la noche ya era irreversible.  Las luces de los faroles iban despertando y los colores fosforescentes de los letreros luminosos  se iban volviendo más nítidos sobre las fachadas de los comercios.
De pronto, de uno de los vehículos de transporte público que reiniciaba la marcha con el cambio de luces,  salió una voz sibilina que gritó en el momento justo: ¡Imbécil!
Fulano parecía no haberse inmutado, pero tenía que haberlo oído porque el insulto se escuchó, fulminante, en el mínimo espacio de silencio que puede darse entre los bocinazos, los silbatos y los gritos de los cobradores que vociferaban nombres de calles y distritos. La voz rasposa se filtró apenas en ese resquicio: ¡Imbécil!

Fulano alzó un poco más la rosa que ahora parecía más erguida, más roja, más intensa. Yo estuve  mirándolo a ratos, conmovido y curioso, pero sin descuidar la visión de la avenida por donde tendría que llegar mi transporte. A ratos, los viejos y desfallecientes árboles que vigilaban la avenida Arequipa susurraban intensamente  cuando el viento del crepúsculo y las últimas parvadas de aves vagabundas removían sus hojas.
Cuando por fin llegó  el colectivo que me llevaría a casa, y lo abordé entre empujones, pude ver que Fulano aún permanecía en su lugar, cerca de un puesto de revistas y casi de espaldas a una carretilla que vendía dulces y cigarrillos al paso. Fulano tenía toda la facha de un hombre a quien habían plantado; no obstante, seguía sosteniendo la flor envuelta en su celofán. A ratos parecía difuminarse entre la cerrazón del gentío; luego, reaparecía: la mirada algo extraviada, la casaca azul, el bolsón colgado del hombro derecho, la rosa roja- casi refulgente - entre sus manos entumecidas.
Recordé que mañana tenía una reunión de trabajo muy temprano, que las ventas habían bajado, que había que trazar nuevas estrategias de captación de mercado y que, en lo personal,  debía mejorar mi récord si quería seguir ascendiendo en la empresa. Es decir, como tantos otros: había que trabajar más, afanarse más, la vida era muy corta, había tanto que hacer.

Cuando el colectivo dio la vuelta por la avenida Arequipa con dirección al Centro, todavía pude ver un poco de Fulano y hasta algunas de las miraditas burlonas de los transeúntes de esa hora. Luego el silbato de la policía apresuró el tránsito, la noche se hizo  definitiva y ya no pude ver más a Fulano.

Datos personales

Mi foto
Narrador por vocación, periodista ocasional. Ejerce la docencia en Lengua, Literatura y Redacción Básica y Superior. Ha publicado libros de cuentos como "Epistolario de Javier" (2006), “Lima a tientas“(2012) y "Cuentos de la ciudad" (2014). Además de otros académicos como el libro sobre gramática "La magia de las palabras" (2004), "Ortografía para todos" (2007), “Ortografía breve, escritura fácil” (2013). Colaborador para revistas y periódicos. Ha desarrollado talleres de Creación Literaria para el Museo de Bellas Artes de Lima, Asociación Peruana de Investigación Social. Asimismo, fue miembro de la Comisión Organizadora del Primer Encuentro de Escritores Peruanos en Madrid, España. Actualmente es director de “Punto y Coma Consultores”. Ha sido premiado en concursos como "Las mil palabras" de la revista Caretas y en el concurso "Julio Ramón Ribeyro" de Lima y los Juegos Florales de la UTC.