LA SONRISA DE MENGANO
Mengano llegó ya
muy agitado a la esquina de la avenida Francisco Pizarro con prolongación Tacna,
en el distrito del Rímac. Prácticamente había tenido que correr las dos últimas
cuadras del jirón Próceres en donde lo había desembarcado la mototaxi
aduciéndole que ya no podía avanzar ni un metro más por culpa de la congestión.
De mediana
estatura, algo gordito, con muy poco cabello - todo tirado hacia atrás -,
anteojos con monturas de carey grueso, un arcaico bigotito, el rostro trigueño ya algo sudado, un
terno azul algo maltrecho, una corbata gris con raya guindas; sostenía un
maletín negro, como el de cualquier oficinista enmohecido. Era junio y el cielo
plomizo de Lima parecía un techo bajo a punto reventar en una tormenta que
nunca llegaba. A la derecha, se podía ver una parte del puente Tacna que
parecía estremecido con la inmensa carga de vehículos que avanzaba a penas,
reptando como un enorme ciempiés sobre el lomo de una vieja serpiente.
Por supuesto
que se encontró con una muchedumbre cuando llegó al paradero. Una multitud enardecida
que aguardaba expectante la línea de transporte que los llevara a su destino, de una vez y a tiempo. A las siete
y treinta de la mañana todo parecía a punto de colapsar en las calzadas que
separaban el Rímac del Centro de Lima. Las luces de un viejo semáforo que pendía - cual un ahorcado – de un largo poste plantado
en el sardinel central de la avenida, para entonces intercambiaban inútilmente de color. Todo
estaba consumado: era la hora punta. De nada servían los bocinazos, el bramido
de los motores, los esporádicos silbatazos de algún policía.
Mengano miró
su reloj e hizo un rictus de fastidio. Se le estaba haciendo tarde y la
posibilidad de una tercera tardanza en una misma semana ensombreció sus pensamientos.
Se llevó una mano sobre el raleado cabello. Soltó un largo suspiro. Se acomodó
la montura de sus lentes y se adentró decididamente en el remolino de peatones antes
de que el desasosiego terminara por apabullarlo.
Se ubicó
estratégicamente varios metros antes del paradero. Desde esa ubicación, podía
ver toda la amplitud de la avenida Tacna, la que se introducía en el corazón
del añejo distrito. Por encima de las añejas edificaciones: quincha, adobe,
madera apolillada y una pátina de vejez, aún se alcanza a ver – difuso entre la
neblina - el triángulo desgastado que
formaba el cerro San Cristóbal; más difusa todavía, la vieja cruz que coronaba
la cumbre. Su rostro palideció cuando volvió a mirar su reloj: el tiempo
avanzaba implacable. Levantó ansioso la mirada tratando de distinguir el
ómnibus que le convenía: nada. Miró a su alrededor e entrevió que no era el
único que temía por una tercera tardanza, y como que aceptó el consuelo que a
veces se tiene cuando el mal es compartido. Después comprendió que precisamente
ese temor, generalizado de no llegar a tiempo a su destino, iba a convertir el abordaje del ómnibus en una
batalla campal de todos los menganos que buscaran evitar otra tardanza.
De pronto se
sintió minúsculo, débil, derrotado: como cuando el jefe lo humillaba con
palabras que dejaban implícito que era
un constante perdedor. Mengano volvió a suspirar, pero esta vez mucho más
profundo.
Cuando el
ómnibus se hizo visible, sintió un rala alegría que inmediatamente se
transformó en nerviosismo porque se dio cuenta de que muchos de los que se aglomeraban
junto a él, se preparaban también para el asalto. Guardó sus lentes de carey,
sujetó con fuerza su maletín envejecido y trató de adivinar el lugar en donde
podría detenerse el ómnibus. Todos los demás también comenzaron sutilmente a
orientar sus movimientos según sus propias predicciones.
Los vehículos
se movieron aun cuando la luz del semáforo no había cambiado y, de pronto, la
muchedumbre se descoyuntó precipitadamente en busca de su objetivo. El ómnibus estaba
repleto y como que hizo el amago de seguir de largo; sin embargo, se detuvo
sorpresivamente en el sitio menos previsto, a varios metros después del
paradero, con un bufido de animal viejo y cansado. La hora decisiva había
llegado. Mengano lo supo cuando empezó a correr antes que los demás peatones sorprendidos.
La batahola era ensordecedora como cada
mañana: bocinazos, cobradores vociferando sus rutas, motores destartalados y el
humo de las máquinas. El aire picante, lacrimoso, fosco.
Mengano cálculo
que podía ser el primero en subirse al estribo del vehículo y fue feliz.
Comprendió que estaba solo a unos cuantos metros de su objetivo y dedujo que
esa mañana podría ser un ganador. Luego se dio cuenta de que sus competidores ya estaban muy cerca porque
escuchó el trote múltiple sobre la calzada, y apresuró el paso. El delicioso
sabor de la victoria le infundía fuerzas. En verdad, al menos esa mañana de
junio, podía ser un vencedor. Por eso, cuando vio que por su derecha otro
hombre impetuoso estaba por rebasarlo, no tuvo tiempo de pensarlo, tal vez no
quiso pensarlo: simplemente se le atravesó. Tampoco tuvo tiempo de ver cuando
aquel cuerpo trastabilló y cayó estrepitosamente sobre la vereda, muy cerca de una carretilla de desayunos al
paso.
Mengano alcanzó
a colocar el pie en el estribo cuando el ómnibus ya arrancaba. Parecía tan jubiloso
que, si no hubiera tenido que sostenerse
con ambas manos de las barandillas, probablemente hubiera usado una extremidad
para levantar un puño de ganador.
Antes de que
el ómnibus subiera por la rampa del puente Tacna, Mengano todavía alcanzó a ver
a aquel hombre revolcado, muy parecido a él, incorporándose con la ayuda de
algunos otros desdichados y maldiciendo su caída, maldiciendo al malvado que lo
empujó, a su tercera tardanza, y hasta la
vida misma.
Ahora una fina
lluvia salpicaba la cara de aquellos que iban casi colgados del ómnibus. La
velocidad del vehículo aumentó con un quejido del motor. Entonces Mengano se sintió mal por su
proceder. No obstante, luego de unos instantes, se sintió en verdad peor cuando
reconoció que verdaderamente no se sentía tan mal.